jueves, 29 de noviembre de 2007

Los resabios de Pablo R.: El arte de Rafael Pombo

¿En dónde reside la fascinación que todavía produce la poesía infantil de Rafael Pombo? Intentaré una respuesta, ilustrada con un ejemplo. En pocas palabras, pienso que se trata de una combinación de ternura, tristeza y humor (quizás la palabra exacta en este caso sea ‘gracia’). Los dos últimos ingredientes, mezclados en las dosis correctas, probablemente dan lugar al primero. Pero el resultado no sería tan perdurable si no estuviera envuelto en una magistral simplicidad: la sencillez de la que sólo son capaces los grandes artistas, aquellos que pueden moldear los materiales más disímiles y complicados en una forma narrativa que envuelve al lector como el aliento de una boa: uno simplemente se deja llevar. Alguna vez escribió Julio Ramón Ribeyro: “Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De allí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado –monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline o tanto más que un Borges un Rulfo”.

Contamos, además, con el testimonio de grandes narradores que confiesan hacer el trabajo más arduo cuando se trata de hacer que las cosas parezcan simples. En su Recapitulación, Somerset Maugham, luego de hacer un balance de sus primeras obras, y de evaluar los logros de su prosa hasta entonces, declara: “… llegué a la conclusión de que debía aspirar a la lucidez, la simplicidad y la eufonía”. Esas aspiraciones son en buena medida una constatación en la poesía infantil de Rafel Pombo. Seguramente todos conocemos al menos uno de sus ya clásicos poemas. Pero es hora de dejar la divagación abstracta y concentrarse en un caso concreto. Escojo deliberadamente uno de los menos populares. Aunque espero mostrar que tiene algunos méritos adicionales: Juaco el Ballenero. Recordemos la primera estrofa:

Yo soy Juaco el ballenero
que hace veinte años me fui
a pescar ballenas gordas
a dos mil leguas de aquí.

Aquí tenemos ya varios logros de la simplicidad: la evocación nostálgica de una época remota y, por tanto, la promesa de un recuerdo valioso; la sugerencia de aventuras peligrosas y sucesos extraordinarios. Todas las cartas sobre la mesa: sin ases bajo la manga. Nada de metáforas, de analogías; nada de lirismo. Si no fuera por la rima, sería prosa llana.

Enorme como una iglesia
una por fin se asomó,
y el capitán dijo: “¡Arriba!
Esa es la que quiero yo”.

Se introduce la acción, sin preámbulos. La nostalgia ha dado paso al recuerdo excitado. Todo contenido, desde luego, por la simplicidad.

Al agua va el capitán
con su piquete y su arpón,
lavándose antes los ojos
con unos tragos de ron.

Al verlo alzar la botella
se consumió el animal,
y dieron vueltas y vueltas
sin encontrar ni señal.

Cuando de repente, ¡zas!,
da el pescado un sacudón
y barco y gente salieron
como bala de cañón.

El recurso típico al modelo predecible: el marinero valiente que se enfrenta a los más grandes peligros con la alegría de quien recibe un premio. La alusión pasajera a la vida bohemia y el suceso extraordinario introducido de la forma más convencional: como cuando Gregorio Samsa se levanta convertido en un insecto.

La luna estaba de cuernos
y hasta allá fueron a dar,
y como jamás han vuelto
debiéronse de quedar.

Cuando vayas a la luna
busca a mi buen capitán
con su nariz de tomate
y su barba de azafrán.

Dile que este pobre Juaco
no lo ha podido ir a ver
porque no sabe el camino
ni tiene pan qué comer.

Y si viniere un correo
de la luna para acá,
mándame una limosnita
que Dios te la pagará.

Tenemos el final con una última untada de la nostalgia que había sido vertida tenuemente en la primera estrofa. Como conviene a los recuerdos, la época alegre y temeraria está lejana y sólo queda la memoria. Algunos dicen que una de las virtudes de la gran narrativa es la ambigüedad. No sé exactamente lo que esto quiere decir, pero lo que sí es cierto es que la simplicidad no riñe necesariamente con la ambigüedad. La invocación al lector, o al personaje lector, sugiere por sí sola que no hubo tales capitán y marineros, y que el viejo borracho sólo ha elaborado una rima deliciosa como excusa para pedir limosna.

Un entendido amigo dictamina que la poesía ‘seria’ de Pombo perdura menos que sus obras infantiles porque los niños son mejores lectores (o escuchas, que, para este caso, viene a ser lo mismo) que los adultos. Repaso los dos volúmenes de la poesía seria y no me convenzo: unos cuantos versos memorables perdidos en una maraña de simbolismos, metáforas deliberadamente grandiosas y deliberadamente inspiradas. Nada de eso, en conjunto o por separado, supera al Rin Rin Renacuajo o a El gato bandido. Pombo no era un poeta lírico, ni trágico. Era un poeta narrativo. Cuando se complicaba, cuando le daba por expresar las grandes emociones, las horas de tinieblas del alma, el material le hacía demasiado ruido: se quedaba notando el trabajo. Para ser un barco ebrio no basta con querer serlo, ni siquiera con sentir en lo más hondo que se es uno. El arte de Pombo, el gran arte que alcanzó, está contenido casi por completo en sus versos ‘infantiles’. En ellos logró expresar quizás la tristeza que se le volvió parodia en sus versos más ambiciosos.

En una colección de música clasificada por temas, al novelista Kazuo Ishiguro le pidieron escoger “la música más triste del mundo”. Después de mucho buscar, se decidió por algunas piezas para piano de Chopin. Ishiguro explicó su decisión del siguiente modo:

«la música que intenta abrazar la tristeza, que aspira a enterrarse en ella, se encuentra destinada a carecer de verdadera tristeza. La música verdaderamente triste es por lo general celebratoria en la superficie, incluso festiva: música de personas intentando alejar el dolor, sumergiéndose por un momento en las alegrías pasajeras de la vida».

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Malas compañías: Bernardo Arias Trujillo

Nacido en Manzanares, Caldas, en 1903. Escritor precoz: novelista, ensayista, poeta y traductor. Sólo en 1924, con 21 años, publicó las novelas cortas Luz, Cuando cantan los cisnes y Muchacha sentimental. Su novela Risaralda es ya un clásico de la literatura caldense. En estética, defensor de la inutilidad de la obra de arte pregonada por su maestro Óscar Wilde, de quien tradujo La Balada de la cárcel de Reading, incluyendo una ácida crítica a la traducción que del mismo poema hizo Guillermo Valencia, lo cual suscitó una polémica de resonancia nacional. En esta nota, Arias Trujillo remató de la siguiente manera: “merece más la horca don Guillermo Valencia por haber adulterado tan criminalmente la ‘Balada’ de Wilde, que el propio soldado Carlos T. Wooldridge ajusticiado en Reading”. De vida bohemia y libertina, escandalizó a la conservadora sociedad manizaleña de primera mitad de siglo, no sin cierto placer. Uno de sus poemas más populares es Roby Nelson, que reproducimos a continuación. Este poema, que cuenta una historia íntima ambientada en un bar de Buenos Aires, probablemente fue urdido mientras Arias Trujillo trabajaba como secretario en la embajada de Colombia en Argentina. De esa época es también su novela Por los caminos de Sodoma, publicada en Buenos Aires con el seudónimo de Sir Edgar Dixon. En la capital Argentina se hizo amigo de Federico García Lorca. Por su vida y por algunos aspectos de su obra, es quizás el escritor maldito de mayor renombre en la literatura caldense. Por esas bromas del destino, la calle que en su ciudad natal lleva su nombre, es también la ubicación de un prestigioso colegio de monjas. Se suicidó a la edad de 34 años en Manizales, con una sobredosis de morfina, el 4 de Marzo de 1939. Su amigo y médico, Jaime Robledo Uribe, quien lo atendió en la agonía, escribió lo siguiente: “Arias Trujillo se fue por la borda. El golpe lo dio con morfina en una dosis tan maciza que cuando el médico llegó no había posibilidad de hacer nada. Ya había puesto los dos pies en los estribos de la muerte […] su complejo sexual lo estaba llevando a crueles ángulos de misantropía, por su lado, y de aislamiento, por parte de la sociedad. No le valieron ni consejos, ni súplicas, ni efectivas ayudas morales y materiales. Todo lo veía con criterio de náufrago”. Según el crítico Hernando Salazar Patiño, el suicidio de Bernardo Arias es “la mayor frustración intelectual de la historia de Caldas”.

Roby Nelson

Lo conocí una noche estando yo borracho
de copas de champaña y sorbos de heroína;
era un pobre pilluelo, era un lindo muchacho
del hampa libertina.
Ardía Buenos Aires en danza de faroles;
sobre el espejo móvil del Río de la Plata
fosforecían las barcas como pequeños soles
o pupilas de ágata.
En el asfalto móvil de la amplia costanera
el arrabal volcaba sus luces de colores:
poetas, pederastas, muchachas milongueras,
apaches, morfinómanos, artistas y pintores.
Los pecados ladraban como perros sin dueño
entre la bulliciosa cosmópolis del bar;
los marinos iban en góndolas de ensueño
sobre las aguas líricas del mar.
En un ángulo turbio miro desde mi mesa
a un pálido chiquillo que sonríe y me mira
y a través de las gotas rubias de la cerveza
mi lujuria conspira.
Tiene catorce años y en sus hondas pupilas
cercadas por paréntesis lívidos de violeta,
ojeras prematuras del vicio, ojeras lilas
de onanista o asceta.
¿Quién eres tú? –le dije,
rozando sus cabellos ondulantes de eslavo.
¡Yo! soy un niño triste…
Roby Nelson me llamo.
Roby Nelson… lindo nombre de golosina,
nombre que suena a dulces tonadas de ocarina,
nombre que tiene dóciles inflexiones de amor
y una delicadeza enfermiza de flor.
Y pienso: Este muchacho
es un retoño de hombre que errará por el mundo,
en sus pupilas grises hay un dolor profundo,
es hijo de inmigrantes venidos de lejanos países
y en su cuerpo errabundo
se ha cruzado la sangre de dos razas tristes.
Se llama Roby Nelson, flor del barrio,
que va de muelle en muelle, de vapor en vapor,
este chico vicioso de cabellos de eslavo
vende cocaína y amor.
Es hijo de la noche y huésped del suburbio,
hoja de Buenos Aires que el viento arrebató,
desperdicio del vicio, pobre pétalo turbio
que un arroyo se llevó.
Tal vez en un hospicio su cuna se meció
y es hijo de prostituta y de ladrón.
¿Quieres estar conmigo esta noche pilluelo?
Y sus ojos piratas me dijeron que sí
Mi sangre trepidaba entre llamas de anhelo
y naufragué en un tibio frenesí.
Besé entonces los lirios ignotos de sus manos,
la fresa de su boca congelada de frío;
nos fuimos vagabundos por los diques lejanos
y en esa noche griega fue sabiamente mío.
¿Qué quiere usted que hagamos?
Me dice con la gracia de una odalisca rusa;
y se quita la blusa, se desnuda
y me ofrece su cuerpo como si fuese un ramo.
Desnudo entre los rojos cojines y las sedas
sobre la cama asiática me brinda sus primicias;
sus manos galopaban en pos de mis monedas,
las mías galopaban en pos de sus caricias.
Y besando su cuerpo de palidez divina
que tenía la eucarística anemia de las rosas
le dije tembloroso en un dulce clamor:
Te pido solamente que me vendas dos cosas:
un gramo de heroína y dos gramos de amor.
¡Roby Nelson! ¿Dónde estarás ahora?,
¿Nueva York, Río de Janeiro, Filipinas, Balsora,
Panamá, Liverpool?
¿Dónde estás Roby Nelson de cabellos de eslavo
con tus hondas ojeras, tu chaqueta de esclavo
y tu raída gorra azul?
¿Por qué turbios caminos empañados de ausencia
van tus zapatos viejos robados a Chaplín?
Quizá la droga trágica que embriaga de demencia
como una diosa pálida amortajó tu esplín.
Muchachito bohemio, príncipe de tus vicios,
exquisito y perverso, frágil como una flor.
En mis noches paganas de crisis voluptuosas,
en los hondos naufragios de mi fe y mi dolor,
te pido como antes que me vendas dos cosas:
un gramo de heroína y dos gramos de amor.

Buscando salvación en ellas: Óscar Jurado

Anoche Manizales volvió a ser autoconscientemente un pueblo, una aldea. Todo el tiempo lo es, pero parece como si nos diera vergüenza reconocerlo. Pues bien, anoche, en el teatro Los Fundadores, concierto incluido, se le rindió homenaje al poeta local Óscar Jurado, en la presentación del libro Retrato de un desconocido, editado por hoyos editores con el patrocinio de la Alcaldía de Manizales. Y el pueblo, como en esa canción lacrimógena (“el poeta, el loco, el más bohemio y aventureroooó, tuvo la suerte un día, que todo un pueblo cantoooó sus veeersooos”), se levantó y aplaudió al poeta. Y el poeta leyó, y la gente volvió a aplaudir. Aquí dejamos el poema con el que abrió el recital:

Convocatoria

Las convoco a todas, las convoco.
Las suaves, las tiernas, las violentas,
las sensuales, las huidizas, las obscenas.
A todas las llamo, las requiero.
Las zafias, las solemnes,
las francas cara a cara, frente a frente,
las mentirosas, las hipócritas.
A todas las necesito,
las descaradas, las brutales,
las silenciadas, las borradas,
las que derraman su grosera saliva en los oídos,
las que nos pisan los talones
como perversos violadores,
las usadas y las requeteusadas,
las ultrajadas.
Todas me sirven, a ninguna desdeño.
Las arrulladoras, las sumisas, las esquivas,
las que perseguimos inútilmente cada noche,
las que se nos escapan cuando creemos poseerlas,
las aparentemente vírgenes
por falta de uso
y las prostituidas por abuso.
A las que nos ponen al borde del abismo,
a las que el solo acto de nombrarlas
enciende en la memoria el llanto de un recién nacido
o el último suspiro de un agonizante.
A todas las convoco, a todas.
Las que nos atacan a mansalva,
las que se meten en nuestra cama
y nos violan en la mitad del sueño,
las desencadenadoras de desastres,
las que encubren
y las que desenmascaran,
A todas las convoco, a todas,
las palabras,
porque la poesía es libertina.

martes, 27 de noviembre de 2007

La culpa es del cerebro: Oliver Sacks

Una mirada atenta a los relatos (o reportes clínicos, o lo que sea que fueren) del neurólogo Oliver Sacks podría mostrarles a los filósofos que, después de todo, las extravagantes posibilidades que ellos imaginan, ocurren a veces (y con una frecuencia que resulta aterradora). Sacks describe, opina, filosofa, y todo en una prosa limpia. Comentando el caso de un marinero que quedó anclado en el pasado, en la época de sus 19 años (incapaz de recordar nada después de eso), Sacks dice que las únicas ocasiones en las cuales el paciente parecía recobrar su alma era cuando oraba u oía música. Luego presenta una de sus reflexiones típicas:

«La primera vez que le vi me pregunté si no estaría condenado a una especie de agitación carente de sentido sobre la superficie de la vida, y si habría alguna forma de trascender la incoherencia de su enfermedad. La ciencia empírica me decía que no, pero la ciencia empírica no tiene en cuenta al alma. Quizás en la demencia o en otras catástrofes similares persiste la posibilidad sin merma de reintegración por el arte, por la comunión, por la posibilidad de estimular el espíritu humano».


Uno de los mejores capítulos es el que cuenta la historia de un pabellón de afásicos, quienes, debido a sus problemas para la comunicación normal, desarrollan una percepción de los tonos de la voz y los gestos de la gente que los hace casi inmunes al engaño. El capítulo comienza con lo siguiente: “¿Qué pasaba? Carcajadas estruendosas en el pabellón de afasia, precisamente cuando transmitían [en la T.V.] el discurso del presidente”.


Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Anagrama, 1997.

sábado, 24 de noviembre de 2007

Malcolm Lowry: The only hope is the next drink

No es una casualidad que el primer epígrafe de Bajo el volcán sea una cita de Sófocles. La visión de Lowry es trágica y borracha. Casi todo lo ve como una lucha, una fatalidad. Hasta el cruce de una bandada de pájaros: “Del sureste surgían parvadas que se amontonaban: pájaros feos, negros, pequeños, y sin embargo, demasiado largos, semejantes a insectos monstruosos, parecidos a los cuervos, de torpes colas largas y vuelo ondulante, enérgico y laborioso. Fustigando con su vuelo la hora crepuscular, retornaban febrilmente, como cada atardecer, a refugiarse en la espesura de los fresnos del zócalo, los cuales, hasta que cayera la noche, resonarían con sus chillidos estridentes, incesantes y mecánicos”. Hay un pasaje de Bajo el volcán en el cual el Cónsul intenta llegar a alguna parte, atravesando un camino que la borrachera hace casi interminable (“de súbito, la calle Nicaragua se alzó hasta su frente”). Ahí está la clave de la tragedia lowryana: la vida es como una borrachera profunda que hace imposible percibir los motivos y las posibilidades de salvación. La propia vida de Lowry, o por lo menos su propia percepción, queda ejemplarmente resumida en lo que le dice el doctor Díaz Vigil a Laruelle: “…¡pobre de su amigo! ¡Gastar su dinero en la tierra en esas tragedias continuas!”. Una visión del Cónsul:

«De golpe las vio, las botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, los vasos, una babel de vasos –hacia arriba, como ese día el humo del tren— subidos hasta el cielo y cayendo luego, los vasos quebrados, los vasos volcados cuesta abajo por los jardines del Generalife, las botellas rotas, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas destrozadas, botellas descartadas que caen sordamente en parques, debajo de bancos, de camas, de sillas de teatro, escondidas en los escritorios de los consulados, botellas de calvados soltadas y quebradas, o vueltas trizas, arrojadas en los basureros, lanzadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas flotando en el océano, escoceses muertos en las colinas del Atlántico –y ahora las veía todas, las olía todas, desde el comienzo mismo— botellas, botellas, botellas y vasos, vasos, vasos, de bitter, Dubonnet, Falstaff, Rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey Blanc Canadien, los aperitivos, los digestivos, los medios, los dobles, el noch ein Herr Obers, el et Glas Araks, las botellas, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las calabazas, calabazas, los millones de calabazas de hermoso mescal…»

En esa metafísica de la borrachera, se pasa de un infierno a otro: de la rasca al guayabo. Y se nos da un consuelo, pobre como todos los consuelos: “You are not the first man to have the shakes, the wheels, the horrors… You are not the first man to be caught lying, nor to be told that you are dying”.

Es fácil dictaminar el parecido entre el Cónsul y el propio Lowry (al fin y al cabo, ambos vivieron y murieron borrachos). Pero Douglas Day nos advierte en su biografía de Lowry:

«A veces es difícil hacerlo, pero es esencial retener en la mente que Lowry era, antes que nada, un comediante que dominaba la sobreactuación. Debemos tener presente la advertencia de Conrad Aiken para que los aspectos trágicos de Lowry no nos engañen: “toda su vida fue una broma: nunca hubo un bufón shakespeariano más alegre. Éste es un hecho que pienso debemos recordar cuando todos dicen: ¡Qué Melancolía, qué Desesperación, qué Enigmas! Absurdo. Fue el más feliz de los hombres”. Por otra parte, también necesitamos tener ante nosotros la innegable evidencia de que era un alcohólico de proporciones gargantuescas».

Day finaliza su sentencia con las siguientes palabras:

«Quienes no se interesan por la narrativa visionaria pueden no estar de acuerdo en que Lowry era un genio literario. Quisiera sugerir finalmente que, dejando a un lado las consideraciones sobre su obra, Malcolm Lowry fue también otro tipo muy distinto de genio: el verdadero inocente, el Bufón de Dios, el hombre que quiere simplemente y con todo el corazón ser bueno. No intento sugerir que haya sido un santo. En absoluto: cuando estaba en sus períodos depresivos, podía ser cruel, incluso peligroso. Ni que era un simple tonto: porque su inteligencia era elevada y sutil. Ni un eterno bufón: porque podía ser soberbio, incluso sutil. Quiero decir que fue un hombre de simple y acrítica buena voluntad… Fue, hay que recordarlo, un hombre encantador, a pesar de (o quizá a causa de) sus muchos defectos. Hoy en día sus amigos hablan de él como si aún estuviese con ellos, riendo y conversando sin parar. Podía inspirar el afecto y la lealtad más maravillosas en casi todos los que lo conocían. Viejos duros e irascibles sonríen al recordarlo. Las madres, amigas y esposas de sus amigos se preocuparon por él como si fuese uno de los suyos. Harvey Burt conoció, como todos, los muchos defectos exasperantes de Lowry, y no toleraría la romántica mitificación; sin embargo, sobre la repisa de su chimenea en Dollarton está el ukelele de Lowry y la pluma de águila que una vez le dio Jimmie Craige. Y tenemos que recordar la voz anónima del bar, que dice de Lowry “me basta ver a este cabrón un instante para andar contento cinco días. Y no exagero”.
Pienso que casi todos nosotros estaríamos muy orgullosos de ser la clase de persona de quien pueda decirse eso».


Douglas Day, Malcolm Lowry. Una biografía, Fondo de Cultura Económica, 2001.

viernes, 23 de noviembre de 2007

El mejor novelista de la cuadra

Es una broma vieja eso de clasificar a los escritores en grupos. A Onetti lo presentan como uno de los del Boom, o de la “promoción del Realismo mágico”. Contaba Héctor Rojas Erazo que, en un congreso de escritores latinoamericanos en España, los pusieron a disertar sobre la importancia de sus obras en el contexto latinoamericano. Después de que varios habían ocupado decenas de minutos (me imagino a Vargas Llosa –a propósito, una vez una periodista bisoña, aterrada por el aspecto del viejo Onetti, le preguntó por qué no tenía dientes, y el anciano contestó: “No. Yo sí tengo, lo que pasa es que se los presté a Vargas Llosa”), Onetti dijo, cuando le tocó el turno: “yo en Montevideo soy el mejor novelista de la cuadra”. Su credo se resume en las siguientes palabras: “Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos […] podrá verse obligado por la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo […] Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia”.

Particularmente magistral en el retrato y la adjetivación. Una muestra de lo primero: “Era, y para siempre, diez años más viejo que yo; tenía la nariz larga, los ojos sin sosiego, una boca fina y torcida de ladrón, de tramposo, de adicto a la mentira, un cutis protegido del sol desde la pubertad, una blancura conservada en la sombra del chambergo. Pero encima de todo esto, como un abrigo permanente, hacía flotar la tristeza, la desgracia, la mala suerte encarnizada. Era pequeño, frágil, con bigotes caídos y suaves”. Y de lo segundo (con un sustantivo, pero sin la barbaridad propia de las academias): “Sonriendo propicio se esforzó en recordar a Medina, en verlo burlarse y desconfiar, en ayudarlo a estar vivo y policía”. Entonces recuerda uno que la palabra ‘maestro’ todavía tiene sentido.

No existe nadie, no hay a quien perdonar: Derek Parfit

Este difícil libro busca, entre otras cosas, construir una visión de nosotros mismos en la cual somos más parecidos a los montones de arena que a las almas inmortales que ciertas tradiciones religiosas nos dicen que somos. La tesis de Parfit es que, desde el punto de vista metafísico, no hay una diferencia sustancial entre una persona y un hatajo azaroso de recuerdos, dolores y alegrías. En un pasaje en el que compara su posición con la del budismo, hace la siguiente cita de un escrito de Vatsiputriya:

…Aquí no hay ningún ser humano que se pueda encontrar.
Porque está vacío y simplemente fabricado como una muñeca,
Nada más que sufrimiento apilado como hierba y leña.

Una de las conclusiones sorprendentes del análisis de Parfit es que hay casos en los cuales no existe una respuesta objetivamente correcta a la pregunta de si soy la misma persona que un ser humano pasado o futuro. En otras palabras, no en todas las situaciones resulta verdadero que Ud. existe o que no existe. Aún más, la teoría de Parfit implica que uno puede morir incluso antes de que su cuerpo muera. ¿Qué puede importar todo esto? A pesar de que Parfit adelanta su propia teoría, creo que la mejor respuesta está en una de las citas que hace de Solzhenitsyn: “Innokenty sintió lástima de ella y aceptó venir… Sintió lástima, no por la esposa con la que vivía, sino por la muchacha rubia de los tirabuzones cayéndole sobre los hombros, la muchacha que había conocido en el décimo curso”. Parfit comenta: “el objeto de nuestras emociones puede que no sea otra persona intemporalmente considerada, sino otra persona durante un período de su vida”.

Derek Parfit, Razones y personas, Editorial Antonio Machado, 2005.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

No tenemos perdón: Schopenhauer

Gracias a un tirón de orejas de un comentarista anónimo en la entrada anterior, hemos recapacitado y no vamos a ventilar más nuestras diferencias de borrachos en el blog. Aquí va, pues, una selección de vitriolo del maestro Schopenhauer.

Sobre la Academia Danesa de las Ciencias

Si la finalidad de las academias consistiera en reprimir la verdad, en enterrar por todos los medios la inteligencia y el talento y en sostener decididamente la fama de los charlatanes y vendedores de humo, en tal caso nuestra Academia Danesa habría cumplido su cometido a la perfección [al negarle a Schopenhauer la concesión de un premio de ensayo].


Sobre el estilo abstracto

Otra característica de los filósofos y ensayistas posteriores a Kant es que siempre que pueden eligen la expresión más abstracta, mientras que las personas de talento eligen en cambio la más concreta, porque ésta hace más intuitiva la cosa, y la intuición es la fuente de toda evidencia. La razón de esa forma de proceder es que las expresiones abstractas indeterminadas siempre dejan abierta alguna puerta trasera, cosa que mucho le gusta a aquellos a quienes la tácita conciencia de su incapacidad les infunde un constante temor a todas las expresiones decididas.

Nada es más fácil que escribir de manera que no haya quien lo entienda, al igual que nada es más difícil que expresar pensamientos de peso de modo tal que nadie pueda decir que no los entiende. Lo ininteligible está emparentado con la carencia de inteligencia y, en todo caso, es infinitamente más probable que esconda una mistificación que un pensamiento muy profundo.


Sobre Hegel

Lo razonable habría sido no prestar la menor atención a lo que esta gente, con el solo propósito de aparentar, ha traído al mercado. A no ser que los libracos de Hegel se declarasen de utilidad médica, en cuyo caso se dispensarían en las farmacias para administrarse como vomitivo, dadas las características náuseas que producen.

Si uno, animado por la deplorable condición de la época, es lo suficientemente caradura, se atreverá a hacer manifestaciones del siguiente tipo: "No es difícil comprender que el procedimiento consistente en presentar un enunciado, exponer razones en su favor y refutar --también mediante razones-- su contrario, no es la forma en que la verdad puede salir a la luz. La verdad es su propio movimiento en sí mismo", etc. (Hegel, Prólogo a la Fenomenología del espíritu). Por mi parte, creo que no es difícil comprender que quien dice tales cosas es un desvergonzado charlatán que busca deslumbrar a los idiotas y que se ha dado cuenta de que los alemanes del siglo XIX son su público.

Quisiera aconsejar a mis sagaces compatriotas que, si en alguna ocasión volviesen a albergar el deseo de cantar durante treinta años como una mente superior a una cabeza del montón, no elijan encima para ello una fisonomía de tabernero, como era la de Hegel, en cuyo rostro la naturaleza escribió con la más clara de sus letras su por otra parte tan frecuente inscripción: "Hombre vulgar".

Tomados de Schopenhauer, A., El arte de insultar, edición de Javier Fernández Retenaga y José Mardomingo, Biblioteca Edaf, 5a. edición, 2005.

Lo voy a perdonar

Don Pablo R. acaba de romper una de nuestras reglas del blog, y es que sin importar la barbaridad que digamos los dos firmamos como autores. Pero con el comentario El descubrimiento del agua tibia, nuestro querido amigo debió recular debido a que él aprobó la publicación del mencionado libro en la U. de Caldas. Así que lo perdono.

Carlos A.

viernes, 16 de noviembre de 2007

El descubrimiento del agua tibia

Un maravilloso libro llamado Conflictos morales y derechos humanos en Colombia (Centro Editorial de la Universidad de Caldas, 2007) nos da una clara ilustración de cómo se puede regar tinta a dos manos sin decir absolutamente nada. El autor, Carlos Eduardo Rojas Rojas, sociólogo y magíster en filosofía, es docente de la Universidad de Caldas. He aquí su perla:

Un criterio para distinguir lo correcto e incorrecto
La descripción de las concepciones morales de los sectores directamente involucrados en la llamada limpieza social me permitió esclarecer que es posible esgrimir argumentos a favor y en contra de cada una de ellas hasta el punto de llegar a la situación de no poder establecer claramente qué es lo bueno y qué lo malo, pues todo depende del ángulo desde dónde se le mire (página 93).

Más allá del perdón: Thomas Hobbes

Si uno no sabe nada de historia de las ideas, ni de historia de ninguna clase, no importa. El libro se deja leer mejor que muchas obras contemporáneas de cualquier disciplina. Se puede leer incluso con más agrado que muchas novelas. Hobbes es un pensador en todo el sentido clásico de la palabra: dice cosas interesantes y legibles en filosofía, física, política, sociología, antropología y un largo etcétera. Hay pasajes que parecen de lexicógrafo; otros de la mejor literatura. Hay capítulos que parecen escritos por Jack London o Rudyard Kipling; y otros que recuerdan la minuciosidad de Aristóteles o el vuelo especulativo de Platón. Una summa del horror, el orden, la bestialidad, el caos; de lo peor y lo mejor de la naturaleza humana. Las cualidades de Hobbes como escritor son casi todas: claro, penetrante, conminatorio, original y, cosa rara en un filósofo, una maestría difícil de alcanzar en la colocación de adjetivos. Sólo conozco unos cuantos casos comparables: Faulkner, Onetti y García Márquez. Estos tres son maestros reconocidos en la utilización de tríadas. Pues bien, échele una mirada a este cuarteto de Hobbes: “Y la vida del hombre es solitaria, corta, brutal y miserable”. A los amantes del escarnio les recuerdo que el libro fue prohibido y quemado; a los recatados, que es un pilar del pensamiento conservador. No me imagino qué más puede pedírsele a un libro.

Perdónanos, Oh señor: David Bronstein

El 5 de diciembre de 2006 falleció en Minsk, Bielorrusia. Nació el 19 de febrero de 1924 en Bila Tserkva (Ucrania). Probablemente el jugador más imaginativo del siglo XX. Es el único que llegó a demorarse más de 50 minutos para realizar apenas el primer movimiento. A este respecto, dijo en una entrevista: “Usted habrá visto que a menudo pienso durante 15 o 20 minutos antes de efectuar la primera jugada. Quizá el público se pregunte cómo es posible, cuál es la razón... Y la única razón es que así es como yo juego... como un pintor trabajando en su cuadro. Así trabajo y así creo”.

En 1950 disputó el campeonato mundial con el entonces campeón Mikhail Botvinnik, el jugador del régimen comunista, el favorito de Stalin. En esa época, el juego estaba dominado por la concepción de Botvinnik, para quien lo más importante era el elemento científico del ajedrez. El riesgo, las aventuras peligrosas, el romanticismo, todo lo que había encumbrado al noble juego, había sido casi excluido bajo el imperio de Botvinnik. Pero Bronstein era distinto: hacía jugadas dudosas incluso en la apertura, buscaba los caminos más retorcidos y no siempre claros… y aún así ganaba. En una partida con Botvinnik llegó a perder una torre entera en la apertura, y aún así alcanzó a empatar.

Esa rebeldía también se reflejaba en su vida: su padre estaba preso en un campo de concentración y él mismo nunca quiso pertenecer al partido comunista, lo cual le habría ahorrado muchos problemas. Así que, según cuentan los rumores, las autoridades soviéticas lo obligaron a perder o, por lo menos, a no ganarle al campeón mundial. Fue así como, a pesar de que iba ganando el encuentro, en la penúltima partida perdió en una posición francamente favorable. El encuentro, entonces, quedó empatado y, según las reglas, Botvinnik retuvo la corona. Pero a Bronstein no le importó: logró recuperar a su padre y, lo más importante desde el punto de vista artístico, demostró que era posible jugar de una manera distinta, más bella, más imaginativa. Un dirigente del ajedrez argentino cuenta que en 1966 en Buenos Aires, cuando Bobby Fischer lloraba en el hotel después de perder una partida con Spassky, Bronstein se acercó y le dijo: “Oye, ellos me obligaron a perder el campeonato mundial, y no lloré”. A pesar de no haber sido campeón oficial del mundo, es uno de los jugadores más populares del siglo XX. Por eso, Garry Kasparov escribió sobre él: “Sus mejores partidas permanecen en la memoria de varias generaciones, y ¿qué mejor recompensa puede esperar un jugador de ajedrez?”

Su concepción del juego se acerca más a la religión que a la ciencia: “Hace cuatro décadas que asisto al Templo del Arte ajedrecista, toco piadosamente el peón del rey blanco y lo envío con una oración a explorar el terreno contrario”. Esa forma de ver el juego se refleja perfectamente en sus libros, de los cuales quizás el más importante sea “El aprendiz de brujo”: una obra en la que se ve con claridad por qué una gran partida es como una gran obra musical; por qué el ajedrez, como la música, es, como dice un personaje de una novela de Stefan Zweig, “un pensamiento que no conduce a nada, una matemática que no calcula nada, un arte sin obras, una arquitectura sin materia”. Cada vieja y bella partida de ajedrez, como cada fuga o cada sinfonía, sólo puede ser contemplada por nosotros, los profanos, cuando se ejecuta de nuevo.

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* Stefan Zweig, El jugador de ajedrez. Novela disponible en: http://www.metajedrez.com.ar/zweig.htm (hice algunos arreglos a la traducción).
Foto: de izquierda a derecha: Bronstein, Paul Keres y Mikhail Botvinnik.

sábado, 10 de noviembre de 2007

La solución final, por Ignatius Reilly

Hace unas semanas, el amigo Franco nos recordó la inigualable novela de Kennedy Toole. Ahora nosotros, que pensamos que el mundo necesita ideas nuevas, sobre todo para acabar de una vez por todas con las malditas matanzas, les presentamos la propuesta de Ignatius Reilly, que encontramos inmejorable. Reilly idea una conspiración anal para lograr la paz en el mundo. La idea de Reilly es que los homosexuales se unan en un partido político internacional, y vayan ingresando disimuladamente a los ejércitos y parlamentos del mundo. Luego de lo cual, no habrá más guerras ni conflictos internacionales, ya que dirigentes y soldados se estarán dando por el culo mutuamente. Pero no en el sentido metafórico, sino en el literal. Ignatius escribe lo siguiente cuando está fraguando esta conspiración:
*
Nuestro primer paso será elegir a uno de ellos para un cargo muy elevado: la Presidencia… Luego habrán de infiltrarse entre los militares. Como soldados, estarán todos tan continuamente consagrados a confraternizar entre sí, confeccionándose los uniformes de tal modo que se ajusten como tripas de salchicha, inventando trajes de combate nuevos y variados, dando fiestas y cocteles, etc., que no tendrán nunca tiempo de combatir… Al ver los éxitos que obtienen aquí sus camaradas uniformados, los pervertidos del resto del mundo también se agruparán para controlar los estamentos militares de sus respectivos países. En aquellos países reaccionarios en que los invertidos puedan tener problemas para hacerse con el control, les enviaremos ayuda, les enviaremos rebeldes que les ayuden a derribar sus gobiernos. Cuando hayamos derribado al fin todos los gobiernos existentes, el mundo no tendrá ya guerras sino orgías globales realizadas con todo protocolo y con un espíritu verdaderamente internacional, pues estas gentes superan las simples diferencias nacionales. Su inteligencia sólo tiene un objetivo; están verdaderamente unidos. Piensan como uno solo.

Tomado de John Kennedy Toole, La conjura de los necios, Círculo de lectores, 1984.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Conciencia

Usted se concentra en lo que le está pasando, que le parece lo mejor que le ha ocurrido en toda la vida. Se concentra porque quiere recordar cada detalle, cada sonido, o cada matiz del color de la piel de ella, por ejemplo. Y no tiene que ser sólo el amor, también pasa con eso que llamamos comunión, que surge con la camaradería, o un efímero juego de equipo –un partido de potrero—, o una música. Y entonces pasa: los detalles más intensos sólo se quedan un tiempo muy corto, y cuando usted, uno, cinco o veinte años después intenta recuperarlos, sólo tiene un borroso registro –como un LP mal ciudado de 1920 con dizque una de las mejores canciones del mundo, y sólo se oye el ruido como de fritanga al fondo y, de vez en vez, la mejor canción del mundo logra abrirse paso, mientras su tío o su papá alzan las manos y van cantando pedacitos—. Y entonces ese amor adolescente que a usted le pareció como un encuentro entre los únicos hombre y mujer sobrevivientes de una hecatombe atómica, parece ahora tan ajeno a usted como el beso de los muchachos en la puerta del vecino; y aquel machetazo que recibió en una mañana juvenil de mucho trago, y que en aquel entonces lo hizo sentirse como el protagonista de una de esas películas épicas con miles de extras, le parece ahora como el gesto ridículo de quien, sin estar en una guerra defendiendo un ideal noble ni nada por el estilo, se prende a machetazo limpio con otro imbécil de la misma laya, y en plena época del revólver o la pistola. Pero en medio de esa bruma de la memoria, por un instante sublime, el recuerdo logra abrirse paso, como en esas ocasiones en que uno percibe un olor inigualable y, en menos de un segundo, ya no está, y nunca vuelve a estar. Albert Camus escribió al final de La peste: “lo único que le queda al hombre es el conocimiento y el recuerdo”. Con perdón, hay que hacer un par de correcciones: “lo único que le queda al hombre es la ignorancia y el rastro de un recuerdo”.

martes, 6 de noviembre de 2007

Perdón otra vez: Camilo Jiménez

Nunca nos imaginamos que un paisa sobreviviente en Bogotá (paisa de verdad, de Medellín) pudiera escribir el más grande poema inspirado en El Caballero Gaucho. Pero así es la vida. Aquí va pues, aunque no tenemos la autorización para publicarlo y, para completar, salió como un comentario en el blog de la flaca y malvada, a quien amamos hasta los huesos, que hablarán por mí.

Las voz delgadita y en falsete del Caballero, ay. Los ojos cerrados y el ceño fruncido del tipo de bigote, botas y mano gorda agarrando la copa, ay. El que tiene la cabeza sobre la mesa desde hace horas la levanta y tumba una de las 30 botellas de cerveza que tiene al lado, ay.Huele a orines. Aquellos están que se fajan a machete.

domingo, 4 de noviembre de 2007

El Dr. Calle por Pablo R.







Hace poco cuando publiqué algunas fotos de la presentación del libro Gol. Cuentos de fútbol en mi Facebook, un amigo que vive ahora en los Estados Unidos y enseña literatura y español en la Universidad de Texas, me escribió lo siguiente: “Claro que reconocí a Daniel. Y lo lindo que era el nene y lo bonito que cantaba y lo serio que aparece en la foto, es de no creer. Uno de los viejos sí lo reconozco porque recuerdo haberlo visto muchas veces en Palabras y creo que es o era profesor de derecho. Del otro no me acuerdo, quizás nunca lo conocí”. Daniel es mi hermano, a quien le dediqué mi cuento en el volumen y aparece en una de las fotos, en el medio de don Efraim y yo (Palabras es una librería de Manizales). Pero lo que quiero resaltar es la referencia a “uno de los viejos”, quien es obviamente el Dr. José Fernando Calle, una presencia tutelar en las vidas de muchos de nosotros. (Aquí y entre paréntesis y entre nosotros: me compré un Simth & Wesson calibre 38, recortado, y lo cargaba en el tobillo. El sábado me dio por pegarme un tiro, pero antes redacté una misiva lacrimógena de despedida. Cuando mandé la mano al tobillo, nada de revólver: boté el hijueputa. El Dr. Calle, sin embargo, desconocedor del desaguisado, me escribió una hermosa carta regañándome por esa estúpida decisión). Sí, ha sido una presencia tutelar, no real del todo, como en una de las fotos, en la que, al lado de don Efraim, el Dr. Calle apenas mira alelado, como lo ve todo. Es el escritor más interesante que he conocido personalmente –y he conocido un viajao. Tanto más meritorio cuanto que casi no escribe. Habla bajo, como en voz con sordina, y escribe menos de lo que conversa. Como un perfume imposiblemente perfecto, sus notas en el Boletín de Libélula libros son la destilación de una voz, de una mirada esencialmente literaria. Es la única persona que conozco que exhala literatura sin ser chocante. La única en la que literatura y vida son una misma cosa. Y sin más preámbulos, aquí va el cuento que condescendió a publicar en Gol. Verán, pues, que me quedé corto.


Un cuento sobre fútbol

Habría podido hacer algunas averiguaciones; hoy en día es muy sencillo: basta poner un nombre en un aparato y sale más información de la precisa. El nombre sería: Montanini, y ahí mismo sabría el año etcétera. Pero no se trata de un informe para complacer a los periodistas del jurado, sino del relato de un suceso: que eso es un cuento. Y al cuento conviene, también habrá escrito Borges, la inexactitud de la memoria.

Montanini era un jugador de fútbol; vino (según creo) de la Argentina a jugar para el Bucaramanga. Iba a poner que su nombre de pila: Américo rimaba con Atlético, que era el primero del Bucaramanga; pero no tiene gracia. La gracia de Montanini era que había inventado, mejor dicho: confeccionado, una suerte que los Carlosantoniovélez de entonces llamaron: “la bordadora”. Consistía en unos pases exactos en zigzag, a muy corta distancia, que iban componiendo un verdadero bordado.

El Bucaramanga iba ese domingo a Pereira, al estadio Mora Mora; el partido no era gran cosa: no sería delicado poner que ni uno ni otro equipo han sido gran cosa nunca. Pero mi papá decidió que iríamos: mi hermano y yo estábamos destinados a ser su auditorio, a oírle su explicación de “la bordadora”. Y como, para apreciar el prodigio, debíamos estar bien arriba compró boletas de preferencia. Valía la pena el gasto: si teníamos suerte, íbamos a contemplar el arte efímero en una jugada.

Y sucedió. Sobre la hierba del Mora Mora ocurrió el milagro: dos hombres de amarillo, uno de ellos Montanini ¡claro!, se turnaban el balón y avanzaban como agujas bailarinas, burlando la defensa local. En mi recuerdo mi papá se alza para siempre y para siempre nos lo señala. Y también para siempre advierte que, desentendido del suceso extraordinario: de espaldas a la cancha, mi hermano atisba hacia afuera por entre los ladrillos.

Un cuento de Pablo R.

Se supone que estos sitios son para que los dueños publiquen cualquier bellaquería. Por eso, y muy a pesar de la opinión de Carlos A., este su servidor se permite poner a la consideración del amable público el siguiente cuento.

Pérez
De todos los muchachos que he tenido en el equipo, hermano, ese Pérez me dio una lección la hijueputa, y me sacó canas también. Si usted que era paisano y hasta condiscípulo del hombre no sabe dónde fue a parar, mucho menos yo que sólo fui su entrenador en el equipo de ciclismo de la universidad. ¿Se acuerda? Por allá más o menos en mil novecientos ochenta y ocho. No es que fuera el mejor del equipo, tampoco. Pero tenía algo… tenía algo. Fumaba mariguana eso sí como si se fuera a acabar el mundo en el siguiente minuto hermano. Yo le insistía y le exigía que no se trabara en los entrenamientos y algo sí la redujo. Pero fumaba y fumaba. Bernard Hinault dijo una vez que lo que hagas fuera de la bicicleta lo pagarás en la bicicleta; y a ese muchacho ya le estaban pasando la factura. Pero tenía una resistencia el Pérez que usted no se imagina. Él no podía ganar en velocidad y ni siquiera en carreras normales. Pero recorría unas distancias que donde la vuelta a Colombia se corriera en todo el kilometraje de una vez, hermano, no exagero, ése era el único que quedaba vivo. A veces los mejores se sentían como desafiados en los entrenamientos y entonces por su cuenta y riesgo seguían y seguían más allá de la llegada prevista, y el Pérez ese se les iba detrás, puede que lo colgaran, pero cuando los volvía a encontrar mucho más adelante, otros veinte kilómetros diga usted, una barbaridad, cuando ellos ya sentían que se les estaba acabando la gasolina para el regreso; el Pérez ese, hermano, seguía y seguía. Los vencía. A pura fuerza no más. Una cosa lenta pero segura, antinatural, como si el tipo no fuera un ser humano sino una bestia de aguante. Una cosa rara el Pérez, bien largo y bien flaco, como con hambre. Ahora que me acuerdo el Pérez ese, por todo el cariño que le tuve, me hizo pensar, reflexionar sobre la naturaleza de este deporte. Porque él tenía unas cualidades que, donde la cosa estuviera diseñada de otro modo, hermano, hubiera sido el mejor del mundo. Eso se lo puedo asegurar, yo que tengo todos estos años y que he visto de todo.

Lo que le voy a contar demás que usted ya lo sabe porque los muchachos del equipo le contaron en esa época a todo el mundo. Pero le voy a dar mi versión porque yo estuve ahí y fue verdad, la pura verdad. Era callado, eso sí, usted lo habrá conocido mejor que yo. No soltaba prenda, no se quejaba por nada; tampoco parecía alegrarse por nada. Como si no sintiera nada. Nosotros pensábamos que era por la mariguanita. No le conocimos novia ni amigas. Un amigo sí, el ciego ese que estudiaba filosofía allá con ustedes. Para arriba y para abajo con el ciego. Uno los veía hablando pero cuando se acercaba alguien ahí no más paraban y parecían de piedra, saludaban no más. Debe de ser por eso que también nos sorprendió tanto lo que hizo ese día.

Habíamos salido a entrenar y hacía mucho frío aquí en Manizales. Íbamos para la zona de Irra, en la vía a Medellín. Bajamos como siempre, a una velocidad no muy alta porque esa carretera es traicionera, sobre todo en la bajada. Las bajadas siempre son peligrosas, yo les decía. A los velocistas en cambio les fascinaba el descenso a tumba abierta, como decían los comentaristas del Tour de Francia. Se sentían qué se yo, Sean Kelly o cosa por el estilo. Y uno entendía también porque con esa juventud y esas ganas tan verracas. Pero había que ponerles límites, hermano, porque si no ellos iban a terminar mandando. Con Pérez no había problema, ni con la mayoría, porque no eran tan lanzados como dos monitos que no más ver una bajada se inclinaban sobre la cabrilla y paraban el culo a lo Pantani. Ese día, con neblina y todo en la bajada, este par de güevones se me han salido de madre hermano. Se empinaron así como le digo y empezaron a coger una velocidad la hijueputa, como a setenta. Otros tres se sintieron medio intimidados, medio retados, y trataron de seguirles el ritmo. Pérez como siempre iba en lo suyo y otros dos muchachos muy dóciles, muy obedientes. Me sacaron la piedra los punteros, hermano, y yo dejé que se fueran; que se maten estos güevoncitos decía yo por dentro. Llegamos a Irra, seguimos como un kilómetro y nos encontramos a los punteros tomando agüita en una caseta, echando chistes con una suficiencia, con una actitud de triunfo como si se hubieran ganado algo. Yo ni los miré de lo verraco que estaba. Pérez, como siempre, en lo suyo, calmado, tranquilo. Los dos muchachos que bajaron con él y conmigo, en cambio, se veían incómodos, como pordebajiados. Di la orden de descansar un cuarto de hora, ya eran como las dos de la tarde, comer alguna cosa, un bocadillo con queso, y devolvernos para hacer el ascenso. Pérez se nos desapareció unos minutos y me la olí que se iba a fumar un bareto. Ése no se aguanta tanto rato sin echarse un ploncito, me decía. Ya estaba preparando el sermón para cuando llegáramos a Manizales.

Nos devolvimos y comenzamos el plan con paso lento pero seguro, lento pero seguro les decía yo, que la fuerza hay que guardarla para el ascenso. Si no aguantaban, que de todos modos era un tramo duro, entonces subíamos las bicicletas a un jeep. Y ahí despuecito de Irra, ahí no más en las goteras, un retén de la guerrilla hermano. Imagínese. En esa época había por allá un grupo del EPL haciendo de las suyas, por los lados de Supía y Riosucio. A mí siempre me dio miedo, para qué le digo que no, pero me imaginé que la cosa no era con nosotros porque íbamos en bicicleta y éramos unos pelagatos y lo parecíamos de los pies a la cabeza. Había que ver eso sí la cara de los güevoncitos que habían bajado a lo que diera. No, si hasta se les enfriaron las pelotas, hermano, estaban pálidos. Muy bueno, pensé yo, muy bueno. Para que vean. Pérez, como siempre, en lo suyo, tranquilo, como si no pasara nada. Un tipo con un fusil medio colgado y medio sostenido con la mano nos dijo que paráramos y que nos hiciéramos al lado de los hombres que ya tenían en fila al lado de la carretera. Que rápido, que se muevan. Nos bajamos de las bicicletas y con ellas en la mano nos fuimos para la cuneta del frente donde estaban todos los que habían bajado de un bus y de varios carros particulares. Yo ya me estaba alistando para hablar con los tipos porque, claro, a mí me tocaba. Nos quedamos parados ahí un rato, callados, ya bien asustados pensando qué nos iban a hacer o para dónde nos iban a llevar. Cuando empezaron tres tipos a pasar, uno adelante, sin fusil, hablándonos, y otros dos detrás con los fusiles en la mano. Hasta que llegaron donde estábamos y empezaron a preguntar que para dónde íbamos, que qué estábamos haciendo por ahí, que quiénes éramos, que los papeles. Era como si estuvieran buscando a alguien, hermano. Yo les expliqué que era el entrenador y respondí por todos. Pero al tipo no le gustó ni poquito y me dijo que si es que los otros eran mudos o bobos o qué. Y ahí fue hermano, ahí fue. El Pérez ese dio un paso al frente y encaró al tipo, y le dijo unas cosas hermano, unas cosas que yo dije ahora si nos van es a matar a todos. “¿Esta es la guerrilla por Dios? No, no, no, qué decepción tan verraca. Yo creí que en este país por lo menos teníamos guerrilla. Yo creí que ustedes estaban era dándose bala con el ejército, secuestrando políticos y ganaderos. Pero se pegan de unos pelagatos en bicicleta. Qué pesar de este país. Ahora sí estamos jodidos”. Y todo se lo dijo como siempre, como decía cualquier cosa, fuera lo que fuera, como si estuviera no más entregando unas devueltas. El tipo ese abrió los ojos hermano, abrió los ojos como entre aterrado y verraco. Cogió al Pérez ese y lo tiró contra el barranco, y les gritó a los otros que lo fusilaran ahí mismo. Los demás estábamos paralizados, no hermano, qué cosa tan verraca, parecíamos niñas ahí no más temblando. Pérez en cambio hermano, Pérez, usted no lo va a creer pero yo estaba ahí y se lo digo; Pérez le seguía diciendo al tipo: “eso, hágale que yo ya estoy es aburrido con esta guerrillita de mierda que nos tocó. Nooo, si es que estamos bien jodidos. Dizque guerrilla. Una mano de chichipatos es lo que tenemos aquí”. Los dos de atrás que tenían fusil nos fueron separando hermano, separando a todo el mundo y cuadrándose para rematar al pobre Pérez ahí no más en el barranco. Cuando pasó hermano, pasó. El que era como el jefe de todos empezó a gritar allá en la punta, que qué era lo que estaba pasando, que por qué tanta bulla. El que yo había creído que era el jefe se puso todo derecho, como si fuera el ejército, y le dijo al jefe de verdad que ya estaba más cerca: “no mi comandante, aquí un hijueputica que se las quiere dar de muy verraco, diciendo que somos unos chichipatos; y lo voy a fusilar”. El jefe de verdad siguió acercándose y los de los fusiles se quedaron quietos, derechos también mirándolo. Llegó hasta donde estábamos y se dirigió de una a Pérez: “a ver, a usted qué es lo que le pasa con la institución”. Y entonces Pérez hermano, Pérez por Dios, siguió con la misma cantaleta y yo que me le tiraba encima: “¿usted es el que manda esta parranda de pelagatos? Nooo hermano, si es que estamos muy mal. Yo creí que la guerrilla estaba era dándose bala con el ejército y secuestrando políticos y ganaderos. Pero mire no más como nos retuvieron a cinco güevones en bicicleta. No, si es que este país está jodido”. El jefe se quedó mirando a Pérez, muy serio hermano, muy serio. Y yo dije ahora sí fue, ahora sí estamos jodidos aquí todos. Nos van es a matar. Cuando de pronto el jefe se voltió y le habló recio al jefe de segunda: “Oiga manoemica, ese muchacho tiene razón. ¿Cómo se le ocurre parar a estos pobres maricas? Hágame el favor y los suelta pero ya”.

Y nos soltaron hermano, nos soltaron. Yo no lo podía creer y los muchachos menos. Todos cogimos las bicicletas más asustados que un verraco, con las piernas temblando y salimos disparados. Pérez hermano, Pérez, yo no sé pero también debió montarse porque más adelantico cuando ya estábamos un poquito calmados me acordé de él y no lo vi por ninguna parte. Les dije a los otros que le mermaran pero sin parar, cuando al ratico apareció el Pérez ese hermano. ¡Apareció! A mí me volvió el alma al cuerpo. Seguimos al mismo ritmo, más bien despacio y cuando menos pensamos ya estábamos por los lados de San Peregrino. Les dije que paráramos y esperáramos un jeep porque francamente hermano, francamente, yo había subido como un zombi, sin darme cuenta, pedaleando horas, y cuando menos pensé las piernas ya no me daban. Todos los muchachos, los monitos esos de la bajada también, estaban pálidos hermano, con una cara que parecían de película de terror. Pérez en cambio estaba igual, nada, sin sacarnos en cara nada, mirando para Chipre que ya había lucecitas.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Lo cortés no quita lo hijueputa

Una vieja enseñanza filosófica dice que es una falacia argumentar en contra de la persona y no de las ideas o la obra. Pero cómo son de sabrosas las falacias. A continuación, una pequeña dosis de mala leche, que siempre es buena para empezar o terminar el día, la semana o el año.
Raymond Chandler. En una carta a Blanche Knopf, se expresa en los siguientes términos sobre uno de sus (de Chandler) más famosos colegas:


“... espero que llegue el día en que no tenga que ver mi nombre junto al de Hammett y James Cain, como un mono de organillo. Hammett está bien. Le concedo todo. Hubo una cantidad de cosas que no supo hacer, pero lo que hizo lo hizo excelentemente. Pero James Cain... ¡por favor! Todo lo que toca queda oliendo a chivo. Es en todos los detalles la clase de escritor que yo detesto, un faux naïf, un Proust en guardapolvo grasiento, un niñito de mente podrida con una tiza y una pared y nadie mirando. Esa gente es la hez de la literatura, no porque escriban sobre cosas sucias, sino porque lo hacen de un modo sucio. Nada duro y limpio y frío y ventilado. Un burdel con un olor de perfume barato en la sala y un balde con agua jabonosa en la puerta trasera. ¿Yo sueno así? Hemingway, con su eterna bolsa de dormir, llegó a ser bastante cansador, pero al menos Hemingway lo ve todo, no sólo las moscas en el cubo de la basura”.

Y en una carta a Charles Morton:

“Hubo una época en yo habría adorado la clase de trabajo que hace usted, pero habría sido incapaz de hacerlo... ustedes tienen una obligación también. Esto es, evitar la escritura pomposamente mala y la clase de tedio que se produce cuando se deja que unos imbéciles flatulentos pontifiquen sobre cosas de las que no saben más que el vecino, si es que saben tanto. Hay un ejemplo asombroso (para mí) de esto en el Harper's de noviembre, llamado “Saludo a los literatos”. Observe:

Pues los escritores son personas de peculiar sensibilidad a los vientos de doctrina que soplan con especial violencia en un momento de cambio rápido; algunos más que otros, pero ninguno, salvo el completo burócrata, del todo inmune.

Considero esta frase como una vergüenza para la prosa inglesa. No dice nada y lo dice sonoramente. Sigo:

Reaccionan de este modo y de aquél; se resisten a las corrientes y corren con ellas: y mientras algunos producen obra de poco valor en términos literarios u otros, otros de mayor capacidad y sustancia, en consecuencia de mayor importancia, exhiben las mismas tendencias en escritos de un alto grado de excelencia.

¿Se dice algo ahí que no pudiera decirse con un eructo? Un poco después dice:

Cuando la actual guerra estaba preparándose, las marcas máximamente indicativas del sismógrafo literario estaban en rojo.

Cuando le mostré esto a mi pequeño sismógrafo empezó a indicar breves palabritas en un feo matiz del violeta, y tuve que encerrarlo en un cuarto a oscuras.
“Máximamente indicativas”, “sismógrafo literario”, “correr con la corriente”, dos mil años de cristianismo y esto es lo que puede mostrar una revista literaria. ¡Vergüenza para todos ustedes!."

Tomado de El simple arte de escribir, Emecé, 2004. Traducción de César Aira.

Tibor Fischer. En una reseña de Yellow dog de Martin Amis:

"Yellow Dog isn't bad as in not very good or slightly disappointing. It's not-knowing-where-to-look bad. I was reading my copy on the Tube and I was terrified someone would look over my shoulder (not only because of the embargo, but because someone might think I was enjoying what was on the page). It's like your favourite uncle being caught in a school playground, masturbating.
The way British publishing works is that you go from not being published no matter how good you are, to being published no matter how bad you are.
Louis de Bernières and I once attended a talk by John Fowles , which was painfully boring and trite (in his defence, Fowles was seriously ill).
Halfway through, Louis reached into his pocket, pulled out a railway ticket, scrawled on it and handed it to me. It was a signed authorisation to shoot him if he ever became an old bullshitter. I think I'll be sending Louis an authorisation to shoot me if I ever produce anything like Yellow Dog.
Someone, perhaps his friends, his editors, or even his agent, Andrew Wylie, should have said something to Amis".

Aparecida en The Guardian.

Vargas Vila. La primera cuota colombiana. Borges reseña la siguiente afrenta como “la injuria más espléndida que conozco”, y a continuación agravia a Vargas Vila, diciendo que el insulto del colombiano es “tanto más singular si consideramos que es el único roce de su autor con la literatura”. He aquí el dardo:

Los dioses no consistieron que Santos Chocano deshonrara el patíbulo, muriendo en él. Ahí está vivo, después de haber fatigado la infamia.

Tomado de Borges, "Arte de injuriar", en Historia de la Eternidad, en Obras completas (1923-1972), Emecé, 1978.

Otro colombiano. Sobre Las ceremonias del deseo de Sandro Romero Rey, Carlos A. Almeyda dictaminó:

"Desde la fotografía que sus editores tuvieron a bien destacar en la portada del libro, el ejercicio local de un pequeño festival Woodstock, se sabe del camino que tomarán los relatos contenidos en Ceremonias del deseo, libro ganador en 2004 del Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá...
De entrada me encuentro con una serie de cuentos reunidos bajo el nombre Pasado(s) de moda en los cuales el Rock es algo más que un inofensivo Leitmotiv, un homenaje demasiado emocional —melodramático casi siempre— a los abuelos del Rock y, como era de esperarse, al Caicedo de Noche sin fortuna. Romero Rey toma incluso frases de su tan querido suicida de provincia como aquel despescuezonarizorejamiento —proyecto de nombre para un libro de Andrés Caicedo más o menos reciente que Romero Rey rescató para la Editorial Norma—, en aras de saber si fue primero la gallina o el Rock, transliteración involuntaria de aquel Cine o sardinas de Cabrera Infante, algo así como "Si hay cine no hay comida", y en este caso, "Si hay concierto ni mierda de pollo". Vaya perogrullada. El asunto se resuelve con una desbocada ovación a los ídolos, lugares comunes, y a la careta escénica de estos desentendidos fanáticos de Bill Haley, Bo Diddley, Jerry Lee Lewis, Chuck Berry, Little Richard, etc., etc. Un cuento sobre un músico que jamás llega a presentarse, otro sobre las peripecias médicas de un Iggy Pop perdido por estos lares del trópico y un último relato delirante —entiéndase: delirante hasta el hartazgo— sobre Frank Zappa. La segunda parte del libro lleva por nombre Correspondencia(s) y hecha mano de un par de sucesos, también referentes al Rock, como la visita de David Gilmour, Roger Daltrey o Charly García a Colombia. La tercera parte, Labiales y rave parties es la consumación de la hilaridad creciente que parecía delatar a Romero Rey en su adolescencia tardía. En general, este libro de cuentos es un breve descenso a los avernos. Al fondo, como una cuestión dantesca, esperan Los Rolling Stones, Led Zepellin o los Sex Pistols. Un par de relatos vertiginosos —El triunfo de la (mala) voluntad y Los cuernos de «rinôçérôse»— a todas luces fruto de una dosis opípara de Cannabis sativa, nos llevan a un festival imaginario: El Woodstock de Corferias, el recuento onírico de las obsesiones cinematográficas y musicales de un Romero Rey dramaturgo —aunque no veamos por ningún lado un discurso de tal naturaleza en estos cuentos—, fanático de una fila interminable de músicos, algo recurrente en sus citas y su alambicada emoción y fatalmente influenciado por libros como Qué viva la música, ya sabrán de qué autor desaparecido a los veinticinco años.
La pérdida de ese salvavidas que proporciona el saber hasta qué punto un cuento se pervierte para convertirse en un viaje de psicotrópicos o en el ejercicio juvenil que un hombre ya entrado en años creyó de alguna importancia dentro de su libro, sustrae a ratos la lectura de su valor literario. En cuanto a este descenso visto en las tres partes ya comentadas, al final del libro y como adecuado cierre a su selección, una cuarta parte propone un nuevo camino para el lector. Los dos cuentos contenidos en Ceremonias del deseo —título del apartado al igual que de la suma del libro—, Auriculares y ventrículos y La fidelidad, nos plantean un acercamiento un tanto más sensible y menos fragmentario a las visiones y expectativas de este melómano que ha escrito un compilado de cuentos tan disímil como el presente. Ejercicios psicológicos, más estructurados en su hilo narrativo y, según se ve, más maduros en su estética y gestación.
La lectura no está de más, pese al canon prestado de la contracultura, el vino barato y los alucinógenos. Nada más que un refrito para excusar su necesidad de seguir hablando de lo mismo: bragas, papas fritas y Rock and Roll".

Tomado de http://www.epigrafe.com/contenido/res_detalle.asp?lib_id=18